sábado, 7 de enero de 2012

Caudales

Estábamos los dos paseando por ese lago raro, ese lago especial. La rivera estaba llena de misterios para nosotros, de seguro otros ya los conocían, habían descubierto sus secretos y dejado en pudor las plantas, animales y formas geográficas extravagantes que allí cohabitaban. Yo era feliz, quería apretar tu mano y correr contigo entre risas, risas sin razón, risas de emoción

Sonreías con tus ojos, una escena hermosa decorada con una pendiente de pasto en miles de tonos verdes hacia el lago, con hiervas desconocidas y coronada por tu pelo alborotado que el viento agitaba como queriéndoselo robar.

Nos abrazamos, nos besamos, las caricias se convertían en notas de una melodía que podía terminar en una sinfonía. El agua azul se tornaba cada vez más oscura y espesa. El lago era grande, y el terreno era cortado en los extremos del lago por un caudaloso río.

Cuando te traté de llevar de la mano, tú me abrazaste, nunca te gustó darme la mano, no por estar en otro espacio dejarías de ser quien eres… volvíamos a la cabaña, con vista al lago.

La cabaña de madera era acogedora, con grandes mesas para tomar un té o un mate con los cercanos. Grandes ventanales invitaban a ver la lluvia caer sobre ese lago tan profundo como la intriga que nos bañaba al contemplarle.

Estábamos prácticamente solos, la fecha era la apropiada para que la cabaña no tuviera a nadie más que tú y yo, bueno exceptuando al dueño y sus comensales, que tenían poco trabajo por esos días.

Te serviste un té con canela y yo bebía uno con menta. Nos reíamos de niñerías, de absurdos juegos con melodías que inventábamos, tú tan risueña y linda como siempre, yo disfrutándote y tratando de buscar escusas para poder conquistarte con pequeñeces y cautivar tu espíritu poco a poco, una tarea difícil, pero la constancia trae sus frutos.

Miramos con detención el paisaje, de fondo alguien tocaba el piano en la cabaña. Era un lindo día, aunque demasiado fresco para quienes no acostumbramos del sur. Miramos el horizonte y notamos que en el otro extremo del lago, había una cabaña idéntica a la que habíamos llegado por casualidad cruzando los caminos entre la bella selva valdiviana.

En ese momento se acercó a nosotros el dueño del local, un hombre cincuentón de pelo blanco y facciones definidas, con talante de aristócrata. Nos contó que esa era otra casa de hospedaje gemela a la que nos encontrábamos y que administraba su hermano. Nosotros queríamos llegar allá vehículo, pero nos dijo un largo viaje, toda una vida por un camino de tierra que parecía nunca acabar.Nos explicó que ese río del lago, en realidad eran dos, con caudales opuestos. El lago estaba entre dos pendientes por las que bajaban los dos ríos.

A nosotros nos pareció un poco exagerado eso de que fuera tan largo el viaje. Tus risueños ojos verdes se pusieron serios, el dueño también notó tu cara de desaprobación y escepticismo, así que nos dio una opción: ya que los ríos no tenían puentes y el día estaba tan lindo, lo mejor era que tomáramos un bote del muelle y cruzáramos al otro extremo. Sería romántico, sería aventurero, y veríamos el lago de un modo que no olvidaríamos.

Salimos de la casa y bajamos por la pendiente hasta el muelle. Elegiste el bote azul sencillo, pero con motor. Lo echamos a andar y el estruendo del motor diesel se disolvió en el viento frío que nos empujaba. Te veías preciosa en la proa, con los ojos cerrados y tu ondulado pelo castaño revoloteando en tu rostro.

Yo me sentía bien el aire fresco inundaba mis pulmones y casi podía imaginar cómo viajaba por mi sangre llenándola de oxígeno. La orilla del lago se alejaba cada vez más. Nos habían dicho que la profundidad del lago era desconocida, pero en estas fechas no era peligroso. De todas formas, daba miedo, quizás miedo no era la palabra indicada, pero la majestuosidad de sus oscuras aguas inspiraba un respeto superior, sublime.

Llegamos a la otra orilla, el otro muelle era muy parecido. Tres botes amarrados, una escalera similar a la que habíamos descendido. Nadie para recibirnos. Empezamos a subir la pendiente y no tamos que el piso no tenía una vegetación tan linda como la orilla de la que veníamos, la maleza crecía por todos lados y había basura cada tantos metros.

“Gente sucia, inconsciente”. Te molestaste, nos molestamos. Suspiraste de decepción, te abracé y nos besamos sin pasión, sino con mero cariño reconfortante. Caminamos a la casa, en la casa había poca gente, nos sentamos y esta vez pediste un café y yo una gaseosa.

Del otro lado se veía la orilla que dejamos atrás, a lo lejos la casa gemela. Nuestro vehículo cerca, los extremos del lago con el río caudaloso.

El dueño de esta casa tocaba piano en el fondo del living, una tonada que desconocíamos, pero era triste. Me pediste volver, yo sentí lo mismo.

Salimos del lugar con gesto introspectivo. Yo te miraba de reojo como buscando reconfortarme y fue allí cuando gritaste. El horror se apoderó de tu gesto, me exalté cuando te vi y miré lo que apuntabas, en el muelle estábamos tú y yo partiendo en el bote al mismo tiempo que nosotros veíamos como se alejaban para no regresar jamás.


1 comentario:

Anónimo dijo...

está relindo. ¿será que siempre andan más de un yo haciendo lo que uno no hizo?