A eso de las 1:30 se escuchó la primera explosión. Sonó fuerte, remeció la casa pese a que se veía muy lejana.
Nosotros estábamos en el segundo piso de la casa, en donde había un gran ventanal por donde se podía mirar la bahía completa. No perdimos detalle de la segunda explosión y sus destellos eléctricos, el tendido destruido hizo que se apagaran las luces de los cerros.
La tercera explosión se vio en los contenedores del puerto, varias pilas de contenedores cayeron de manera como una tronadura. Una grúa tuvo una impresionante muerte. Se cayó de lado e hizo retumbar la ciudad con el crujir del metal. El humo de una ciudad que comenzaba a incendiarse empezaba a taparnos la vista.
El edificio de la antigua intendencia, convertido en el centro de operaciones de los sacerdotes empezaba a arder. Eran las 2:45 y en la calle se oían gritos desgarradores. Cada cierto rato escuchábamos caían piedras en el techo y personas llegaban a golpear la puerta del primer piso.
Luisa blandía el revólver que nos regaló su tío carabinero el día que nos casamos.
-Algún día tenía que pasar y con mucha pirotecnia.
Le tomé la mano y seguí bebiendo vino. No teníamos electricidad y dadas las circunstancias, no era buena idea prender una vela. Lo penoso es que el humo de la ciudad incendiándose no dejaba que la luna llena de esa noche iluminara con su luz prístina a la gente que corría por los cerros. Sonó la cuarta explosión, esta fue mucho más fuerte. Sentimos remecerse la casa como si fuese un temblor.
-¿Y si entran? No sé si pueda matar a alguien, siempre me lo pregunté y siempre lo temí. No quiero esto Armando.
-Dame el revólver entonces.
-Estás muy tranquilo.
-Es como cuando un familiar muere de cáncer.
Quinta, sexta explosión. Los cerros empezaban a incendiarse. No había bomberos, no había agua, no había mucho que hacer más que esperar. Seguían golpeando la puerta.
-¿Qué quieren? No hay nada, estamos igual que ellos.
-Quieren una esperanza.
Abracé a Luisa, el miedo me hacía sentir el estómago apretado y su calor era reconfortante.
Cuando entraron a la casa, saquearon el primer piso aprisa y empezaron a subir por las escaleras. Luisa dio un grito y disparó al aire. Retrocedieron por unos momentos y al ver que eran más decidieron subir en masa. Luisa disparó a quema ropa hasta descargar el arma.
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Cuando desperté estaba en medio de la avenida, afuera de la casa. La Jaqueca era horrible, me tomé la cabeza con las dos manos y noté que estaba lleno de sangre. Miré el barrio, había cruces en las casas quemadas y cuerpos en los antejardines.
La ciudad llena de humo, no se escuchaban vehículos y a lo lejos podían oírse explosiones que retumbaban en los ecos de las quebradas. Ráfagas de metralla reemplazaban el cantar de los pájaros por la mañana.
Mi camisa estaba llena de sangre, mis pantalones también, de mis zapatos ni idea y me impresionó notar el corte en mi brazo, sentí dolor y asco. Caminé hasta la casa, la puerta no estaba en su lugar y aun humeaba.
-¡Luisa! ¡Luisa, amor respóndeme! ¡Luisa!
Quemaron los libros y algunos muebles, pero la casa no se prendió por completo. En la cocina estaba todo revuelto, los platos rotos, faltaba el microondas, el refrigerador estaba en el piso. No había olor a gas, seguramente habían cortado las cañerías del gas y en algún lugar el fuego se hacía presa de su entorno. Tomé un cuchillo que encontré en el suelo y subí la escalera.
-¿Hay alguien? ¿Me escuchan? ¡Luisa!
Nadie respondió. Cuando llegué arriba, vi que el ventanal estaba roto. Habían lazado las sillas del comedor del segundo piso hacia los vidrios. Vi el patio y vi un cadáver. No era Luisa, era un niño de unos 12 años.
-¿Luisa? ¿Estás acá Luisa?
Caminé por el pasillo que lleva a los dormitorios. Estaba todo lleno de libros y cosas personales desperdigadas. La pieza de mi hija estaba revuelta por completo, voltearon la cama y destruyeron todo lo que no se robaron.
Se escuchó un golpe. Abrí el dormitorio matrimonial, empujé la puerta despacio y entré sigiloso con el cuchillo por delante.
-¿Luisa?
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