El otro día decidí caminar por el
lecho seco del río Copiapó. Un territorio que a cada paso hacía que en mi
cerebro retumbara la idea de un mundo post apocalíptico que se come a sí mismo,
para reinventarse y mutar.
El que alguna vez fue un valle
pantanoso, verde, lleno de agua subterránea y causes de riachuelos que por
debajo de la tierra movían tanto líquido que en la noche se escuchaba su sonido
en la superficie.
Caminando por el río busco ver de
reojo, a simple vista, qué reliquias quedan de la agricultura copiapina, del
río, del pasado. En el palomar le quitan terreno a la ribera en la medida que
la urbe come terreno a la cuenca del valle.
Cuando chico (onda 1997) mi viejo
tenía un jeep, en ese tiempo salíamos a recorrer los bordes del Río Copiapó.
Los caminos entre las chacras y parcelas cultivadas que en ese momento
subsistían en la ciudad. Era entretenido, ir conversando y yendo rápido.
Chapotear charcas del río.
¿De qué sirve, eso? No sé. Creo
que de nada en términos de usufructar de algo. Solo sirven para que un veinteañero con actitud de resentido y retrógrado escriba un texto una revista,
y al mismo tiempo sonría cuando piensa en esos momentos.
Creo que en el inconsciente, pensar
en el río es pensar en vegetación en ripio. El subconsciente piensa en el
peligro de lo colectivo, de lo público, de terreno que es de nadie porque es de
todos. Y el consciente piensa en humor negro, para tirar una pomada encima de
la herida seca que es la muerte del cauce superficial del río.
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