Santiago, 1938.-
Las ráfagas barrían con la calle,
en el suelo había montones de cuerpos regados. En el tercer piso estaba
Gabriela, con su metralleta Thompson barriendo la calle Ahumada. Se reía a
carcajadas y solo estaba vestida con dos pasadores de balas. Era como una revolucionaria
mexicana, pero sin ese sombrero como de Pancho Villa. La metralleta no paraba
de girar, mataba a los transeúntes y atravesar las carrocerías de los autos que pasaban
por la calle.
Amordazada en el piso estaba una
mujer igual a ella, que había descubierto el día anterior mientras iba a
visitar a una amiga en la plaza Brasil. Había tomado el tranvía, y luego de
caminar unas cuadras vio que saliendo de calle Catedral se le apareció su
doble.
Todos tenemos un doble, era una frase que le escuchó una vez a su primo
cuando volvió de Buenos Aires. Pero ver a una mujer igual, en aspecto y gestos
le causó una impresión tan tremenda que se quedó sin aire por un rato mirándose
pasar frente a sus ojos. Espero el momento indicado, le habló, la invitó a tomar
un café para comentar su increíble parecido. Como dos gotas de agua, la gente
les preguntaba si eran gemelas.
Finalmente llegaron a la plaza, donde Gabriela
la invitó a tomar un tecito a su departamento, en uno de los edificios nuevos del centro. Su doble, encantada la acompañó.
Cuando entraron, amablemente Gabriela la golpeó con un jarrón en la cabeza, la
redujo y la maniató. Fue a buscar la metralleta
que su marido había traído desde italiana en su último viaje de negocios. Abrió
la ventana y empezó a acribillar a todos los que pasaban. Así hizo caer a unas
20 personas. Luego... luego simplemente dejó de disparar.
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