El día se le había vuelto nubloso desde que se durmió profundamente con los ansiolíticos en la sangre. La imipramina se le había clavado tan certeramente en el cerebro que no hizo falta esperar mucho rato antes de que empezara a soñar con latidos de kultrún y ceremonias surreales, llenas de selknam danzando en el desierto. Deformándose hasta convertirse en colores y humo. Babeaba la cama con un respirar pesado y fuerte. Al otro día tenía que ir al cumpleaños de su mejor amiga y no quería llegar a dar la lata con un cansancio provocado por el insomnio.
Cuando finalmente despertó eran las 2 de la tarde. Comió unos fideos con atún que había en la cocina. Mientras comía repasó un poco el libro que le habían regalado. Nada que sirviera mucho, sólo paralelismos y analogías de un amargado sin talento. Pero como estaba casi nuevo decidió llevarlo de regalo para su amiga. En el cumpleaños sólo tenían tragos fuertes. Después de dos vodkas, tres piscolas y un caño se sintió como la mierda. La imipramina todavía no se le iba. Se empezaba a desvanecer y sin avisarle a nadie salió de la casa.
Cuando estaba botado boca abajo en el barrio puerto, con un corte en la frente y las piernas flectadas nadie se preocupó mucho de él. Vestido de negro ni siquiera se notaba. Así fue como lo empezaron a morder los perros. En su mente inconsciente se le aparecían de nuevo los selknam, pero ahora estaban en el piso muertos y unos hombres blancos les arrancaban la carne con las manos.
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