Vespucio Norte. Después de una noche de balaceras incesantes salgo a pisar el concreto esparcido como mantequilla en la cuenca. Calor matinal. Me entierro y dejo que me trague la anaconda amarilla, precioso leviatán que ruge bajo la piel chupando energía.
Empujones, sudor, sonrisas, piernas suaves, metales brillantes y movimientos bruscos. Emerjo: sol y concreto. Llego a la pega en el centro y entro, pasan unas horas y salgo: al centro de nuevo. Camino buscando algún refresco, oh dulce mote un beso refrescante de cariño en un desierto gris. ¡Gritos! Risas, sonrisas. Camino a la plaza, a comer algo. Consumir es la consigna, al alero de las sombras del portal Álamos. Un completo? Dos completos?
-Joven buenas tardes.- un viejo amable.
-Deme un italiano y un jugo… de damasco.-pido.
-Mil pesos-Me mira de cuerpo completo, mientras toma el completo con la botella del néctar con las dos manos. Sin que sea necesario tomarlo de esa manera.
Llega el completo, le echo un poco de ají, me carga el kétchup. Siempre lo odié. El ají es calor, el ají es fuerza y fulgor. El viejo me mira y me mira, me jotea. Desagradable. ‘¿No te quedaste mirando una mina en el metro el otro día?’ Dice un pepe grillo, quizás una glándula culposa surgida recientemente en mi corteza cerebral que excreta un licor de reciprocidad inter-género que se me incorporó con los veintitantos. Miro para otro lado desentendiéndome y el viejo sigue ahí mirando. El viejo sigue ahí baboso, y cuando lo veo correo la vista y mira al que hace los completos.
-Gracias dije.
-Gracias guapo, dijo el viejo.
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