Santiago está en llamas, donde quiera que mire veo despojos de seres humanos pululando en el piso, se mueven como gusanos de carne, unos sobres otros.
Jadeante y sediento un niño se arrastra en frente mío. Gime pidiendo ayuda. La sangre lo cubre como si fuera su uniforme escolar.
Se me caen las lágrimas y mis manos aprietan fuerte la realidad, me sujeto a ella para no dejarme llevar por el viento que sopla fuerte.
Miro el cielo y no veo nada, el calor me abraza como queriendo darme amor. Ese amor que hace que se te caiga la piel a rasguñones fervorosos.
Los vidrios me cortan las manos cuando tanteo el piso. No siento las piernas y los árboles caen calcinados allá en el bandejón.
Sólo oigo un zumbido agudo por donde se cuelan sollozos de otras personas. Hace un rato un bajo vibraba en el silencio.
A mí alrededor nadie ve. Todos chocan, lloran y sus ojos están pegados. Quedaron encandilados con lo que era el futuro.
Comienza a llover negro, lloro amargo y el niño deja de moverse mientras su mamá grita su nombre cortándose el cuerpo entre ventanas rotas, sin poder levantarse.
Quién iba a pensar que la fuerza débil era tan peligrosa.
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