Después del ruido todo estaba en llamas, recuerdo que mi secretaria gritaba desde la entrada a mi oficina, podía sentir sus desgarradores gemidos mientras se le cocía la piel. Yo estaba abajo del escritorio y sólo podía cubrirme la cabeza, se escuchaban los palos del techo caer, el humo no me dejaba respirar, era desesperante, no grité porque empezaba a desvanecerme.
Cuando desperté estaba en el hospital, acostado en una cama de la UTI. Una enfermera preparaba al costado de la camilla una jeringa, me la iba a inyectar y alcancé a decirle por entre la mascarilla de oxígeno un balbuceo.
Un mes completo, del diagnóstico el doctor dijo que recuperaría la motricidad de las piernas con ejercicios, de la piel se encargarían injertos de cerdo, y de mi secretaria el funeral había sido unas semanas atrás.
Ya ha pasado un año y en retrospectiva pienso en lo que me pasó. Matar o morir, no hay más. Hasta ahora me ha tocado solo lo primero, y ahora espero en mi parcela tranquilo a que lleguen por mí. Mientras tanto seguirán rodando varias de sus cabezas.
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